Sobre la actual necesidad de una teoría crítica de la ciencia política
- Manuel Muñoz
- 2 may
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Actualizado: 30 may
Por Manuel Muñoz Fernandez
En 1981, Robert W. Cox pública en Millennium: journal of international studies su artículo titulado “Fuerzas sociales, Estados y órdenes mundiales: Más allá de la teoría de las relaciones internacionales”, en el que esboza, previo a aplicarlos al área mencionada en el título, los conceptos de “teoría crítica” y “teoría de resolución de problemas”. Vemos como aquí las explica brevemente mencionando sus propósitos respectivamente como “el primero” y “el segundo”.
“Partiendo de su problemática, la teoría puede servir para dos propósitos distintos. El primero es ser una respuesta simple y directa: una guía para ayudar a solucionar los problemas planteados dentro de los términos de la perspectiva particular desde la que se partía. El segundo supone, sobre todo, la reflexión sobre el proceso de teorizar en sí mismo: tomar conciencia de la perspectiva que da paso a la teorización y de su relación con otras perspectivas (...); y abrir así, la posibilidad de escoger una perspectiva válida diferente desde la que la problemática se transforme en una sobre la creación de un mundo alternativo. Cada uno de estos propósitos da lugar a diferentes tipos de teoría.”
Ahora bien, en resumidas cuentas, lo que plantea Cox es que una teoría de resolución de problemas no tiene nunca como objetivo cuestionar el marco en el cual se desenvuelve, sino justamente elaborar conocimiento sobre como obtener ciertos resultados o influenciar los procesos que suceden dentro de ese marco. Esta disposición del mundo y las relaciones sociales que se dan allí, definidas y concretas, son tomadas como un “por default” que presenta la estructura sobre la cual “suceden las cosas”, en lugar de parte de “las cosas que suceden”. De esta forma, no hay una valoración, ni moral ni epistemológica, de esté marco estructural, sólo una comprensión y aceptación. En cambio, plantea Cox, en una teoría crítica, el marco en donde se desenvuelven los actores, fuerzas sociales, individuos o procesos, pasa a ser también parte de lo que se analiza, ya sea en términos políticos o epistemológicos. La teoría en este caso se abstrae del marco de acción dentro del cual debería buscar explicaciones para buscar la explicación del propio marco, su origen, características y (más importante para este escrito) la posibilidad de alterar, modificar o afectar a la propia estructura, cuando no reemplazarla.
Pensemos en la diferencia entre un mecánico y un ingeniero. Un mecánico no busca modificar el material del cual están hechos los cilindros del motor que arregla, ni se pregunta sobre el impacto que podría tener un nuevo combustible sobre el rendimiento de un automóvil (menos que menos se pregunta por las virtudes morales o políticas de una bujía). Simplemente, como mecánico, tiene como objetivo reparar, corregir o poner a punto el funcionamiento de un motor, y cuando cambia una pieza lo hace por una igual a la anterior, pero nueva. Sin embargo, por otro lado, el ingeniero de alguna forma invierte su rol con el del mecánico. Este, tiene como ocupación la de crear, imaginar o diagramar nuevas configuraciones mecánicas que puedan mejorar estructuralmente el rendimiento de un motor. Un ingeniero puede crear nuevas piezas, reorganizar los flujos de aire y aceite, y formular un nuevo combustible que no genere contaminación o no desgaste el motor a largo plazo. De esta forma, también podría diseñar un motor completamente nuevo.
Dicho esto, podemos ocuparnos de un tema que tal vez esta publicación considere más apremiante que la innovación metalmecánica, es decir, la Ciencia Política. La hipótesis de esté escrito es que hoy en día solo existe una teoría de resolución de problemas de la ciencia política, y que además esa teoría presenta casos donde imbrica o asimila posicionamientos políticos específicos con principios epistemológicos objetivos.
Podemos empezar diciendo que el “marco estructural” en el cual se desenvuelve la ciencia política como disciplina es el de la democracia liberal (y capitalista, pocas veces aclarado, pero siempre capitalista). Es decir, que al ser surgida la ciencia política como disciplina moderna (ya que en la antigüedad podríamos rastrearla hasta Aristóteles) en los Estados Unidos de Siglo XIX/XX, ha tomado esta a la democracia liberal como regla de juego inamovible para sus descripciones y prescripciones. Esto ha derivado en la concepción, presente en los trabajos más importantes de este campo, de que no solo la democracia liberal es la precondición estructural no cuestionada de la teoría, sino que además es principio epistemológico de la ciencia política la conservación de la misma. Se puede ver muy claramente en los trabajos sobre quiebres democráticos, estabilidad o transiciones hacia autoritarismos como aparece el resguardo y conservación de la democracia liberal como predeterminación epistemológica intrínseca a la disciplina. Es así que la conservación de esta democracia parece el objetivo inevitable de cualquier teorización sobre la ciencia política, o, más bien, parece que una teoría de la ciencia política que tenga como objetivo describir o estudiar las formas más efectivas e infalibles para destruir la democracia sería inaceptable. Al ser planteada por quien escribe esta cuestión en las aulas de la carrera de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires, la respuesta casi invariable coincidía en que al ser la ciencia política una disciplina que se consolida luego de la segunda guerra mundial, toma su forma en respuesta a las experiencias de los totalitarismos europeos (Facismo, Nazismo y Estalinismo como principales referencias), buscando construir una teoría que provea el conocimiento necesario para evitar su repetición.
Ahora bien, si en algo podríamos ponernos fácilmente de acuerdo es el hecho de que el rechazo hacia los totalitarismos (por más de acuerdo que estemos con ese rechazo) configura un posicionamiento político más que una determinación epistemológica sobre las posibilidades, variedades o formas de la creación de conocimiento válido. Tranquilamente, en el Siglo XX podría haber existido una ciencia política al servicio de construir y planificar el ascenso de Hitler al poder (entiéndase lo intencionalmente exagerado del ejemplo) ya que por supuesto, no hay leyes materiales de la física que lo impidan. Sin embargo, es evidente que una teoría de este estilo jamás hubiera tenido cabida en la academia politológica.
Ahora, pensemos que esto no aplica solo a experiencias que han protagonizado y conducido los genocidios de mayor magnitud en la historia de la humanidad. Por ejemplo: ¿No tiene el Marxismo derecho a una ciencia política que pueda pensar instituciones posrevolucionarias? O más aún, ¿No tiene el Marxismo derecho a que la ciencia política pueda pensar los procesos revolucionarios que busquen acabar justamente con esa democracia liberal capitalista?
La propuesta de una teoría crítica de la ciencia política es justamente la de, por un lado, separar las consideraciones políticas específicas de las consideraciones epistemológicas, y por otro, abrir el juego a que la ciencia política pueda pensar instituciones, actores, fuerzas o procesos que excedan, cuestionen o busquen modificar los elementos centrales de lo que constituye la democracia liberal capitalista.
Es en estos tiempos en que asistimos a lo que puede convertirse a futuro en un agotamiento irrecuperable de la democracia liberal que se vuelve más evidente la limitación que presenta la disciplina. Es tema harto común actualmente en nuestro campo la crisis de insatisfacción de las sociedades del mundo con la democracia como sistema, al percibirla como incapaz de responder a sus demandas. Es tal vez en esté contexto, que representa un peligro mayor abandonar la posibilidad de pensar órdenes alternativos al presente, o de pensar los procesos mediante los cuales se va a resolver la tensión creciente para con el régimen, que viene generando ciertas experiencias políticas que escapan al demoliberalismo, muy populares a lo largo y ancho del planeta.
Como conclusión, se pretende abandonar el mero análisis e incursionar un poco en la opinión, que con suerte hemos parcialmente evitado en las líneas anteriores. Pareciera ser que nos encaminamos hacia un escenario donde lo que conocemos comienza a tambalear en su más básica legitimidad, carcomido por el lugar que le da a quienes protagonizan su deterioro. A su vez, los procesos responsables de este deterioro no parecen presentar opciones esperanzadoras, ni reemplazos concretos al régimen que socavan, sino más bien una simple conciencia de la novedad representativa que encarnan. Podríamos a su vez, pensar que el modelo de representación, más populista y contra-institucionalista de Trump, Milei, Orban o Bolsonaro llegó para quedarse, y que es imposible la recuperación de la representatividad de quienes intentan “calmar” a una sociedad enojada, con los modos de la política amanerada e insincera. Es el éxito notablemente en aumento de quienes se muestran ante la sociedad experimentando la misma ira que está acumula, lo que nos hace pensar en que tal vez este giro en la representación política pueda ser permanente. Y es en este caso donde el rol de la ciencia política debería ser menos el de aferrarse algo caprichosamente al régimen que le dio razón de ser, y más el de tener la astucia y la valentía de pensar el futuro.
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Manuel Muñoz Fernández es estudiante de ciencia política en la Universidad de Buenos Aires. Se encuentra interesado en temas de economía, historia y geopolítica. Se reconoce dentro del campo de la izquierda nacional, con Marx, Gramsci y Schmitt como influencias remarcables
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