La Defensa y la remilitarización en América Latina
- Tadeo García
- 30 sept
- 6 Min. de lectura
por Tadeo Garcia
Dos de los mayores temores a los que se enfrenta toda burocracia son caer en la obsolescencia o la esterilidad, como sugiere Rafa Martínez (2022), dos cuestiones que podrían explicarse mediante las metáforas del farolero y el ascensorista.
Respecto a la primera: desde mediados del siglo XVIII, muchas de las grandes ciudades europeas disponían de un cuerpo de faroleros que, cada atardecer, encendían uno a uno los faroles para iluminar la vía pública y, al alba, eran apagadas y limpiadas. La irrupción de la luz eléctrica terminó con su oficio. Martínez sostiene que se alude a los militares como faroleros pensando en el inmovilismo funcional: la incapacidad de anticiparse o adaptarse a nuevas realidades que, en última instancia, termina fagocitando a la institución.
Por el otro lado, el ascensorista, si bien siempre fue interpretado como un rol que prestigia el edificio en el que trabaja y brinda seguridad a quienes utilizan el ascensor, resulta incapaz de actuar si este se detiene o se estropea en el camino. Su función transmite sensación de seguridad, pero más que eso. Adaptado al contexto de las Fuerzas Armadas, podríamos asegurar que, en ocasiones, solo generan percepción de resguardo, aunque estén lejos de satisfacer las demandas actuales.
Hoy las amenazas ya no provienen exclusivamente de otros Estados, sino que participan también actores hostiles no estatales, cuyas tácticas difieren sustancialmente de la guerra convencional. Esto pone en cuestión no sólo el rol de las Fuerzas Armadas, sino además la definición misma de la palabra “guerra”. En la actualidad hablamos de guerras asimétricas, híbridas, tecnológicas, de zona gris o de cuarta generación. Todo ello demuestra la vigencia de la intuición de Clausewitz al describir la guerra como un camaleón.
Habrá quienes aboguen por la desaparición de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, considero que para enfrentar estas amenazas se necesitan ejércitos pequeños, altamente calificados y equipados, con capacidad de movilidad ligera, inmediata e interoperables con sus aliados. La desaparición de los ejércitos implicaría la renuncia al monopolio de la violencia, bajo la premisa de que toda crisis internacional encontrará salida diplomática antes de escalar a la violencia. Tal premisa, como advierte Huntington, es excesivamente idealista e ignora la persistente mutación del fenómeno bélico.
Rafa Martínez (2021), propone la lógica de las tres “R” que pretende modernizar la administración militar bajo la idea de: (1) replantear acomodar sus funciones a los nuevos escenarios de amenazas y agentes amenazantes, redefinir; (2) reducir el tamaño de los ejércitos a las nuevas dinámicas de enfrentamiento armado, redimensionar; (3) transformar los excedentes humanos, mediante formación y equipamiento, en herramientas novedosas que acometen los nuevos retos de seguridad a los que deben enfrentarse hoy en día los Estados, y que poco tienen que ver con lo militar, reconvertir.
Ahora bien, este proceso se inserta en un contexto latinoamericano marcado por transiciones democráticas incompletas y, en ocasiones, fallidas en lo que respecta a la subordinación de los militares a la autoridad civil. Aquí es donde cobra sentido hablar de “remilitarización”: el retorno de las Fuerzas Armadas a funciones políticas, de seguridad interior y de gobernabilidad, asignadas por liderazgos civiles que buscan su apoyo para garantizar estabilidad.
El populismo aparece como un catalizador de esta tendencia y se perfila como una segunda transición política con tres posibles desenlaces: democracia participativa, régimen híbrido o autoritarismo. El caso argentino es paradigmático, dado que desde 1983 la consolidación democrática evitó la participación de los militares en la arena política. Sin embargo, Argentina parece ser la excepción y no la regla en la región.
En muchos países latinoamericanos, líderes populistas gobiernan con apoyo militar y asignan a las Fuerzas funciones ajenas a la defensa. Conscientes de que, en la coyuntura actual, no se justifica ni su tamaño ni su presupuesto, los militares asumen cualquier tarea que legitime su existencia. No lo hacen ingenuamente: obtienen ventajas como el mantenimiento de efectivos, el aumento de presupuestos y mayor influencia política.
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Pero esta multifuncionalidad trae consigo dos riesgos graves: securitizar la agenda social y militarizar la seguridad.
La multifuncionalidad no solo descuida la misión principal de los ejércitos, sino que quiebra marcos normativos, frena reformas necesarias, obstaculiza el desarrollo de capacidades civiles y asienta tendencias de cultura política no democrática. El populismo, con su lógica de unidad líder-pueblo y sus discursos anti-plurales, ofrece un terreno fértil para esta expansión militar. Cuando se combina con políticas verticalistas implementadas por una burocracia de alcance nacional, la transición hacia el autoritarismo encuentra en las Fuerzas Armadas un pilar de sostén político.
En las últimas décadas, la creciente asunción del poder militar tiene su origen en la convocatoria al mando castrense para participar en tareas de gobierno o en funciones de seguridad interior. Los mecanismos de control se diluyen y los checks and balances que protegen las libertades civiles se debilitan. Para legitimar estas misiones no tradicionales, los gobiernos recurren a discursos militarizados de seguridad. Ello evidencia que la crisis democrática y la crisis de gobernanza global se retroalimentan, produciendo lo que Robledo Hoecker denomina la “militarización material” de las democracias.
Así emergen regímenes híbridos, donde características formales de la democracia conviven con un débil respeto por los derechos políticos y civiles básicos. La región experimenta, en efecto, una segunda ola de ampliación de prerrogativas militares. Surgen regímenes híbridos, definidos como el fruto de la combinación de elementos autoritarios con democracia.
Características formales de la democracia conviven con un débil respeto por los derechos políticos y civiles básicos, como ya hemos comentado en otro artículo publicado en esta misma revista.
La región experimenta una segunda ola de ampliación de prerrogativas militares. El aumento de las funciones de las fuerzas armadas hacia roles policiales ha ocurrido en potencias regionales como México y Brasil pero también en América Central.
Enfrentadas a ciudadanías que demandan populismo punitivo, las élites políticas de la mayor parte de las democracias latinoamericanas han decidido estratégicamente optar por la militarización del policiamiento.
Algunos ejemplos pueden ilustrar mejor el punto que intenta desarrollarse en este artículo, la militarización de la política y la utilización de las Fuerzas Armadas como navaja suiza. A continuación se describen brevemente los casos de Nicaragua y México durante la presidencia de Manuel López Obrador.
Nicaragua convive con la violencia política dado que las Fuerzas Armadas han sido acusadas de asesinatos a manifestantes. Muchos quedan presos, otros se exilian. Todo ello, como indica Diamint (2022), sucede mientras Daniel Ortega, un ex revolucionario que combatió la dictadura de los Somoza, acapara la presidencia desde 2007. El creciente protagonismo de las Fuerzas tuvo un punto de despegue cuando en las elecciones de 2011 Ortega seleccionó a Omar Hallesleven, general retirado y anterior Jefe del Ejército como compañero de fórmula.
El siguiente hito fue la promulgación de la Ley de Seguridad Soberana en 2015 que colocó a las Fuerzas Armadas por encima de otras instituciones y poderes estatales. En este contexto, también recibieron enormes beneficios económicos que les permitieron convertirse en uno de los actores de mayor peso relativo en la sociedad nicaragüense, aunque también uno de los peor valorados por la población civil. Han adquirido y asumido nuevos roles y funciones que dinamitaron los controles democráticos en un país en el que el líder descansa en su poder.
En México, la situación es diferente. Se trata de un país que nunca tuvo dictaduras militares, pero que tiene una controvertida presencia de las fuerzas armadas en la vida política. La llegada de Manuel López Obrador otorgó más poder a las fuerzas, quien autorizó entre otras cosas la construcción del aeropuerto principal de Santa Lucía en manos del Ejército, aumentando el presupuesto militar e involucrando, a través de una mal lograda Guardia Nacional, la intervención de esta institución en la lucha contra el narcotráfico. Esto último, ha generado un mayor nivel de violencia que además acarreó incontables denuncias por violaciones a los derechos humanos ante el accionar de las Fuerzas Armadas.
Las fuerzas armadas no son un poder moderador y mucho menos inocente. Todas las instituciones armadas de la región mantienen niveles de autonomía en distinto grado. La autonomía militar y el consecuente desinterés por la cadena de comando son elementos que socavan la democracia.
Como sostiene Diamint (2022), los políticos en democracia deberían robustecer instituciones, fortalecer partidos y consolidar el poder civil. Pero en lugar de ello, muchos priorizan su permanencia en el poder, recurriendo a las Fuerzas Armadas como navajas suizas de gobernabilidad.
La remilitarización latinoamericana, lejos de ser un fenómeno coyuntural, revela la persistencia de una cultura política donde los ejércitos recuperan centralidad, aunque ello implique una amenaza directa para la calidad democrática.
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Tadeo García es Licenciado en Estudios Internacionales por la Universidad Torcuato Di Tella y Diplomado en Seguridad Nacional por la Universidad de Buenos Aires. Es profesor de la materia Conflictos y Seguridad Internacional en UTDT, forma parte de la comunidad Global Shapers y trabaja en proyectos relacionados con seguridad internacional, participación juvenil y desarrollo de políticas públicas innovadoras. Su trabajo principal es como Coordinador en el área de Investigación y Opinión Ciudadana del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires



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