La política entre urnas y likes: desafíos para la democracia
- Candela Peralta
- 21 sept
- 8 Min. de lectura
Por Candela Peralta
Del hartazgo social al liderazgo disruptivo
Es tentador pensar que la democracia en América Latina está en crisis porque la gente “ya no cree en la política” o porque los líderes actuales son demasiado personalistas. Sin embargo, creo que el problema es más profundo: nuestras democracias parecen atrapadas en una paradoja. Por un lado, los liderazgos autoritarios no necesitan tanques en las calles para debilitar las instituciones; basta con corroerlas desde adentro, despojarlas de legitimidad, vaciarlas de poder. Por otro lado, la esfera pública ya no se organiza en torno a plazas, partidos o sindicatos, sino en redes sociales gobernadas por algoritmos e influencers, que distribuyen atención y visibilidad con la lógica del escándalo, la bronca y la polarización.
La democracia se nos está vaciando sin necesidad de romperse; esa es quizás la peor amenaza.
Si uno revisa los últimos procesos políticos de la región, aparece un patrón inquietante. En Argentina, el ascenso de Javier Milei condensó un clima de hartazgo con la “casta política”. No hubo un golpe ni una rebelión callejera: hubo urnas, votos, encuestas, spots virales en redes sociales y la construcción de un personaje antipolítico que llegó a la presidencia con un discurso disruptivo y sin un partido institucionalizado. Este fenómeno no es un caso aislado: forma parte de una oleada más amplia de liderazgos que se nutren de la bronca social, la desafección ciudadana y la precariedad económica. Como señalan Nazareno y Brusco (2023), esa bronca tiene raíces materiales: “las crisis de las democracias tienen un contenido real en los procesos de exclusión (económica, simbólica y política) de amplias mayorías, parte de las cuales buscan una salida en propuestas que prometen un cambio real, por antidemocrático que sea, del status quo”.
En El Salvador, Nayib Bukele supo manipular como nadie la lógica algorítmica: memes, videos, transmisiones en vivo, una estética gamer y la narrativa del outsider que, desde el Estado, concentra poder a niveles inéditos. En pocos años pasó de ser alcalde de San Salvador a presidente, y luego a convertirse en el primer mandatario en la historia salvadoreña en habilitar su propia reelección inmediata, tras una reforma judicial que él mismo impulsó. Todo esto bajo la bandera de la “guerra contra las pandillas” y el estado de excepción permanente, que suspendió derechos básicos y habilitó detenciones masivas. Aun así, su popularidad roza niveles récord: alcanzando un 80 % de aprobación según encuestas de 2023. ¿Qué nos dice este caso? Que la gente puede estar dispuesta a resignar libertades a cambio de seguridad y orden, y que el autoritarismo ya no necesita presentarse como enemigo de la democracia: se vende como su actualización eficiente.
Brasil es otro ejemplo de laboratorio democrático en crisis. Jair Bolsonaro llegó al poder con un discurso moralista, religioso y anti-establishment, prometiendo “limpiar” la política de corrupción. Durante su gobierno (2019–2022), tensó las instituciones con ataques constantes al Supremo Tribunal Federal, alimentó teorías conspirativas sobre fraude electoral y se apoyó en redes sociales, sobre todo WhatsApp, para consolidar un ejército digital. Tras perder las elecciones de 2022, sus seguidores intentaron un golpe blando en enero de 2023, invadiendo las instituciones en Brasilia. La democracia sobrevivió, pero quedó herida: el episodio mostró que las redes no solo polarizan, sino que pueden activar movilización y organización callejera en clave insurreccional.
Podríamos sumar más casos. En México, López Obrador llegó con un discurso progresista y transformador, pero en la práctica ha concentrado poder en el Ejecutivo y debilitado organismos autónomos como el Instituto Nacional Electoral. En Perú, la inestabilidad institucional llevó a que en menos de una década el país tuviera seis presidentes, y que una crisis de representación derivara en protestas masivas y represión con decenas de muertos.
Todo esto revela una tendencia común: la democracia formal sigue ahí, hay elecciones, partidos, debates. Pero su contenido se diluye en un espectáculo donde lo que importa no es la deliberación sino la viralización. Como advierte Freedom House (2023), países como El Salvador pasaron a ser catalogados como “regímenes híbridos” debido al deterioro de libertades civiles y pluralismo político. En su Democracy Index 2023, The Economist clasificó a la mayoría de los países latinoamericanos como “democracias defectuosas” o “regímenes híbridos”, y solo Uruguay y Costa Rica como excepciones de calidad democrática plena.
Del debate público al espectáculo en redes sociales
El vaciamiento democrático se intensifica en la era digital. Los algoritmos no son neutrales: favorecen la indignación, el enojo, la desinformación. No porque haya una conspiración, sino porque esas emociones generan más interacción. Y en un mercado de la atención, la interacción es la moneda. Así, los liderazgos que mejor saben administrar las emociones de su sociedad tienen una ventaja competitiva. En Brasil, Bolsonaro convirtió WhatsApp en una trinchera; en Argentina, Milei usa TikTok e Instagram como escenario central; en El Salvador, Bukele gobierna tanto desde X - ex Twitter- como desde la Casa Presidencial.
Hay una paradoja en los liderazgos antipolíticos: llegan al poder gracias a la misma democracia que después desprecian. Milei se define como un “anarcocapitalista” que detesta al Estado, pero gobierna ese mismo Estado. Bukele se ríe de los límites constitucionales mientras arrasa en las encuestas y en las urnas. Bolsonaro fue un militar retirado que construyó un discurso contra la política tradicional, pero que se convirtió en presidente y usó todos los recursos del Estado a su favor. Estos líderes entienden que no necesitan romper la democracia: pueden usarla como trampolín y vaciarla de contenido.
Esta mutación del espacio público erosiona el ideal de la esfera pública habermasiana, donde los argumentos ordenaban la deliberación. Hoy, un meme tiene más peso que un informe, y un video viral puede destruir en segundos la seriedad de un debate político. El resultado es una política acelerada, reactiva, que premia a los más ruidosos y castiga a los que intentan matizar y argumentar seriamente.
La consecuencia es un modelo de democracia reducida a elecciones periódicas, compatible con proyectos autoritarios. Como advierte Lesgart (2020), “estos otros autoritarismos ya no se parecen a los del pasado porque se presentan como formas políticas híbridas o mixtas que perviven dentro de la democracia, la cohabitan, conviven con métodos democráticos”. Dicho de otro modo, estamos ante democracias de baja intensidad.
El efecto más preocupante de esta dinámica es sobre la ciudadanía. En un ecosistema de bronca permanente, la política deja de pensarse como un ejercicio colectivo y se convierte en un espectáculo de consumo individual. El actor cívico ya no es un actor deliberativo, sino un usuario que reacciona, comparte y comenta. La ciudadanía se diluye en audiencia.
En este panorama, la juventud ocupa un lugar central. No solo porque es la que más consume información a través de redes sociales, sino porque también es la más expuesta a narrativas simplificadas que se viralizan en cuestión de horas. Esa hiperconexión, lejos de ser neutral, condiciona las formas de imaginar la política y de ejercer la participación cívica. Las nuevas generaciones participan, pero lo hacen en formatos distintos: una marcha organizada en TikTok, un hilo en Twitter que denuncia corrupción, un meme que circula en Instagram y que logra instalar un tema en la agenda. Allí hay potencia, pero también vulnerabilidad, porque la frontera entre información y desinformación se vuelve difusa. Los medios tradicionales, que alguna vez estructuraron el debate público, han perdido capacidad de marcar agenda frente a la lógica instantánea de las plataformas digitales. En ese vacío, el riesgo es que “lo común” se fragmente aún más, quedando reducido a microaudiencias que apenas dialogan entre sí. Por eso resulta urgente recuperar el sentido de comunidad política: entender que la democracia no solo es elegir representantes, sino también sostener un horizonte compartido que permita reconocernos parte de un mismo espacio social, incluso en medio de nuestras diferencias.
Basta observar cómo en Argentina las discusiones sobre el pasado reciente, como la última dictadura, se transforman en batallas simbólicas en X (ex Twitter), donde la memoria se trivializa en memes y agresiones cruzadas. En Brasil, la desinformación sobre vacunas durante la pandemia dejó claro que las redes no solo moldean la opinión pública, sino que pueden poner en riesgo la salud colectiva. En El Salvador, la narrativa de la “mano dura” frente a las pandillas se naturalizó en memes y slogans, invisibilizando las violaciones a Derechos Humanos que denunciaron organismos internacionales.
La democracia necesita conflicto, pero también puntos de encuentro mínimos. Sin ellos, lo que queda es una guerra cultural permanente. Y las guerras culturales, a diferencia de las discusiones políticas clásicas, no buscan resolver problemas, sino afirmar identidades. De ahí que figuras disruptivas puedan convertirse en líderes: no ofrecen soluciones, sino banderas emocionales.
Lo común en disputa: la defensa democrática en América Latina
América Latina siempre fue un laboratorio político: del populismo clásico al neoliberalismo radical, de las dictaduras militares a las transiciones democráticas. Hoy vuelve a serlo, pero en una versión inédita: sistemas políticos que se erosionan desde adentro y que encuentran en las redes sociales y los algoritmos un nuevo campo de disputa. Lo que antes se ensayaba con tanques de guerra o golpes militares, ahora se experimenta con likes, narrativas digitales y liderazgos que conviven con las formas institucionales mientras vacían su contenido.
El dilema central es cómo sostener la vida cívica en este escenario de bronca algorítmica y liderazgos disruptivos. No se trata de añorar un pasado idealizado, en el que la política parecía más seria o menos estridente: ese pasado también estuvo atravesado por corrupción, exclusiones y desigualdades que minaron la confianza ciudadana. Tampoco de anunciar un colapso inminente. Lo que enfrentamos es una transformación profunda, marcada por la digitalización de la vida social y política. Las categorías con las que solíamos interpretar la realidad ya no alcanzan, y por eso el desafío es doble: preservar lo que aún funciona y, al mismo tiempo, generar nuevas formas de pensar y practicar la participación pública.
Asumir este reto implica reconocer que no basta con mantener los procedimientos electorales o los mecanismos institucionales. La tarea es más exigente: reconstruir espacios de encuentro que no dependan exclusivamente de algoritmos; fortalecer instituciones capaces de ejercer contrapesos reales frente a la concentración de poder; y diseñar una pedagogía política que devuelva valor al disenso en un tiempo atravesado por la desinformación. En definitiva, lo que está en juego no es solo un sistema de elecciones periódicas, sino una manera de convivir que se transforma y se redefine día a día.
La historia latinoamericana recuerda que los derechos y las libertades nunca fueron un regalo ni un logro garantizado, es una forma de vivir que nos costó mucho sacrificio y sangre conseguir. No pertenecen únicamente a líderes o instituciones; nos comprometen a todos en cada elección, en cada conversación, en cada decisión cotidiana sobre cómo relacionarnos. Cada gesto que apuesta por el diálogo frente a la violencia, por la memoria frente al olvido, o por la convivencia frente a la tentación autoritaria e individualista, es un acto que da sentido a lo común.
Hoy, más que nunca, sostener este proyecto compartido requiere capacidad crítica y responsabilidad colectiva. Los marcos conceptuales tradicionales ya no alcanzan para comprender ni para habitar la política de nuestro tiempo; necesitamos construir nuevos lenguajes y categorías que nos permitan leer la fragmentación informativa, la segmentación de las redes sociales y la polarización de los discursos. Defender lo común significa disputar sentidos, recrear espacios de encuentro y asumir que cada acción, por pequeña que parezca, forma parte de un entramado en transformación. No se trata de nostalgia por un pasado perdido ni de resignación frente a la crisis, sino de comprender que cada gesto cotidiano puede ser, en sí mismo, un acto de construcción democrática.
Al final, el desafío es claro: decidir si dejamos que otros definan nuestro destino o si asumimos, juntos, la tarea de sostener lo común. Porque lo que está en juego no es solo un sistema político, sino la manera en que elegimos vivir en sociedad.
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Candela Peralta es estudiante avanzada de Ciencia Política en la Universidad Nacional de Córdoba. Se desempeña como ayudante de cátedra en diversas materias y desarrolla su trabajo final de grado sobre economía social y solidaria. Sus áreas de interés son el Estado, la administración pública y las políticas públicas.
Referencias bibliográficas:
Economist Intelligence Unit. (2023). Democracy Index 2023. https://www.eiu.com/n/campaigns/democracy-index-2023/
Freedom House. (2023). Freedom in the World 2023. https://freedomhouse.org/report/freedom-world/2023
Lesgart, C. (2020). Autoritarismo. Historia y problemas de un concepto contemporáneo fundamental. Perfiles Latinoamericanos, 20(55), 59–80. https://doi.org/10.18504/pl2055-003-2020
Nazareno, M., & Brusco, V. (2023). Derecha radical y subjetividad política en la Argentina: Qué hay detrás del voto a Javier Milei. POSTData, 28(2), 109–129.



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