¿Está en peligro la democracia en América?
- Tadeo García
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Por Tadeo García
Pareciera que la pandemia dejó en evidencia los lustros autoritarios de los gobiernos del Nuevo Continente. La respuesta militar al COVID-19 fue quizás el reflejo más claro de la crisis democrática que atraviesan nuestros países, al mismo tiempo que aceleró el desarrollo de varios fenómenos sociales que dinamitaron la confianza pública en las instituciones, entre ellos dejó al descubierto la incapacidad de las organizaciones estatales para responder a una emergencia sanitaria de semejante magnitud.
En simultáneo, los políticos de la región tratan a sus adversarios como enemigos, intimidan a la prensa libre y amenazan con impugnar los resultados electorales en algunas ocasiones. Hoy ya no son los generales, sino los líderes electos los que discuten la importancia de las instituciones y la república, presidentes que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder.
En la actualidad, el retroceso democrático empieza en las urnas.
Es importante definir que se entiende por democracia antes de continuar, y para ello en este artículo utilizaremos la definición que propone Gervasoni (2018), quien entiende la democracia como un régimen político en el que los dirigentes son periódicamente elegidos en elecciones competitivas por el pueblo, y una vez en el cargo, ejercen el poder de forma limitada, respetando los derechos políticos y las libertades civiles.
La contracara es un régimen en el que no tienen lugar elecciones para elegir ciertos cargos, o incluso cuando celebrando elecciones el poder del Estado y sus instituciones, es utilizado para matar, encarcelar, exiliar o castigar a los ciudadanos por razones políticas. Solo para resaltar lo obvio y como resulta explícito en América Latina, la democracia puede convivir con inequidad económica. Sin embargo, esta última puede terminar erosionando los pilares que sostienen el régimen.
Dado que no existe un único momento en el que el régimen cruce la línea y se convierta en una dictadura, como sostienen Levitsky y Ziblatt (2018), nada hace sonar las alarmas entre el general de la población. En este escenario, quienes denuncian los abusos autoritarios del Gobierno pueden ser descalificados como exagerados o alarmistas.
En este último tiempo, parecieran no existir las democracias “saludables” aquellas en las que las instituciones formales y los mecanismos informales de decisión alejaban a los demagogos del centro de la escena. Muy por el contrario, los extremistas emergen en todas las sociedades.
Si algo desnuda la aparición de estos personajes, es que ya no alcanza con los resortes formales para limitar el poder de quienes llegan al más alto cargo ejecutivo desprovistos de valores republicanos básicos. La paradoja que transforma esta situación en tragedia es que los “asesinos” de la democracia utilizan las propias instituciones del sistema de manera gradual, sutil e incluso legal para liquidarla.
El auge del populismo de izquierda y de derecha en nuestro continente lógicamente se combina con la aparición de figuras antisistema, que afirman representar a todo el pueblo y que consideran que pueden utilizar todos los medios a su disposición, sin restricciones ni controles para cumplir con el mandato “de la gente”. El eje central de ese mandato es la devolución del poder al pueblo, algo que no solo no sucede, sino que en cambio termina alejando más a los ciudadanos de la vida política.
Todo esto ocurre en un contexto de baja participación, combinado con un bajo interés en los temas públicos dado el fracaso de la democracia y sus instituciones, sobre todo en América Latina, para mostrar resultados económicos y sociales. Dicha película se convierte en el mejor escenario para la aparición de déspotas en potencia, que terminan cautivando el interés de sus sociedades dado que rechazan todo lo establecido y “poco útil”.
Dada la particularidad de esta situación, me refiero al gobierno de quienes no tienen respeto por las reglas ni las instituciones, comienzan a tener lugar episodios en los que la policía o las fuerzas armadas toman medidas enérgicas contra las manifestaciones de la oposición, o incluso comienzan a ocuparse de cuestiones que no pertenecen al marco legal que las rige. En este sentido, se terminan institucionalizando cuestiones excepcionales que a la larga afectan la gobernabilidad democrática.
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Los autócratas en potencia, suelen usar las crisis económicas, una tragedia frecuente en América Latina, y un problema que crece en Estados Unidos, ademas de los desastres naturales, o las amenazas de seguridad, para justificar la adopción de medidas antidemocráticas.
En este sentido lo que se observa sobre todo en Latinoamérica, es una prolongada militarización de la seguridad pública y la expansión de los roles y prerrogativas de las Fuerzas Armadas. Esto responde en algunos casos, a una estrategia política para obtener o mantener el poder a partir de la naturalización de la militarización. La profundidad y la amplitud de la militarización regional ha abierto un debate acerca de si afecta o no a la democracia. Lo que es particularmente problemático es que los procesos de militarización ahora están dirigidos por civiles.
La erosión democrática del policiamiento y de defensa es, desde la perspectiva de Robledo (2023), parte de un proceso de deterioro democrático en el que los liderazgos civiles militaristas pueden transitar desde un régimen democrático hacia uno híbrido o autoritario mediante el empleo ilegitimo y antidemocrático de la violencia policial y militar. Las democracias latinoamericanas han generado una crisis de seguridad ciudadana sin precedentes en la región asociada tanto a la débil estabilidad, como a la decreciente calidad democrática.
Vale preguntarse entonces qué es lo que hace que las democracias existan, qué es lo que las mantiene en funcionamiento. Como primera aproximación podríamos hablar de lo fundamental que es la presencia de las instituciones, para luego pensar en la tolerancia mutua y la moderación en el uso de las prerrogativas constitucionales.
Todas las democracias son frágiles, su supervivencia depende no sólo de los factores señalados, sino del compromiso de los actores con el sistema. Es cierto que ya no hay tanques en las calles y la población sigue votando, pero elige a autócratas que mantienen una apariencia democrática, a la que van desmenuzando hasta que la despojan de contenido, como resulta claro en el caso de Venezuela.
Particularmente allí, Chavez dio sus primeros pasos claros hacia el autoritarismo en 2003 luego de haber evitado un golpe de estado el año anterior. Ante un apoyo público que se desvanecía, paralizó un referéndum organizado por la oposición que lo habría destituido y lo pospuso hasta el año siguiente cuando los precios del petróleo que estaban por las nubes, le brindaron respaldo suficiente. Por otro lado, ya en el 2004 el gobierno elaboró una lista negra con los nombres de quienes habían firmado su destitución y llenó el Tribunal Supremo de letrados afines.
Estos pequeños logros al chavismo le valieron un triunfo arrollador en las elecciones del 2006, permitiéndole mantener una fachada democrática. Aunque fue ese mismo año que la clausura a medios de comunicación se hizo noticia, al igual que el arresto y exilio de opositores. Este espiral autocrático continúo hasta su muerte y fue profundizado por su sucesor Nicolás Maduro, quien comenzó ademas a manipular los resultados de las elecciones y es quien, aun hoy, gobierna Venezuela incluso habiendo perdido los últimos comicios como demuestran las actas que la oposición, encabezada por Corina Machado, expuso ante la comunidad internacional.
En síntesis: la democracia en Venezuela, murió por las urnas. Un líder democráticamente electo desmanteló por completo el sistema y puso de rodillas a sus instituciones, cuya genuflexión hoy le permite al chavismo no soltar el poder.
Es difícil pedirle al pueblo que se sacrifique por la libertad y la democracia cuando cree que tales cosas son incapaces de darle alimentos que comer, de evitar la subida astronómica del costo de vida o de poner fin definitivo al flagelo de la corrupción. Por eso esta “nueva” generación de gobernantes, que de nueva tiene poco, porque en muchos casos por más que se presenten como outsiders se trata de personajes con estrechos vínculos con el establishment económico, no solo recurre a la relación directa con el pueblo, sino que también prefiere la utilización de instituciones como las Fuerzas Armadas, para darle sustento a sus políticas.
Tal vez, deberíamos preocuparnos cuando según el modelo propuesto por Levitsky y Ziblatt (2019), el político: (1) rechaza, ya sea de palabra o mediante acciones, las reglas democráticas del juego, (2) niega la legitimidad de sus oponentes, (3) tolera o alienta la violencia, o (4) indica su voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación. Todo esto forma parte de la receta autoritaria que la mayoría de los gobernantes que alcanzan el poder en la región implementan al llegar al gobierno.
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Vivimos en un momento de demandas insatisfechas, de inconformismo social, que promueve la aparición de liderazgos mesiánicos y soluciones mágicas. Todo esto va en contra de la los principios básicos de la democracia, pensada y construida a partir de la lógica del diálogo y la convivencia entre pares.
La democracia necesita de virtudes cívicas. En cambio, lo que hay, es debilidad política, falta de confianza, y oportunismo. La democracia debería ser en algún punto, todo lo contrario, debería ser la institucionalización de la divergencia. Es resistente justo en la medida en que no dependa demasiado de las personas que ocupen el poder. La propia inteligencia del sistema tiene que superar la mediocridad de quienes circunstancialmente lo ocupen.
Dado que la democracia está siempre sospechada de incompetente y vivimos en un mundo en el que todas las soluciones a las problemas deben darse de forma inmediata, el desafío consiste en desplegar tanto poder como sea necesario pero no más que eso para asegurar la libertad de todos. La autoridad se enmarca entonces en dos condiciones, las decisiones deben ser justificadas y todo debe estar abierto a la crítica. La ciudadanía debe ser protegida de los errores que se puedan cometer.
Los gobernantes de la nueva derecha y los populistas de izquierda suelen correr los límites de lo que desde el poder ejecutivo se puede hacer, tienden a sobrepasar los chequeos institucionales establecidos por las reglas formales de la democracia, lo que plantea el siguiente interrogante: ¿qué pasa después de que esta gente deja el poder?
El triunfo de estos dirigentes genera un cisma tanto en las instituciones republicanas, como en el sistema de partidos, que ahora debe reorganizarse. En su búsqueda de poder totalitario y concentración de autoridad, estos nuevos gobernantes trataran de eliminar el disenso y el debate de ideas. La fuerza centrífuga que se puso en funcionamiento en el momento en el que sus discursos comenzaron a tener éxito vacía el centro y le reduce las probabilidades de éxito de cualquier opción de centro moderada. El Poder Legislativo languidece ante la utilización de decretos ejecutivos que desmantelan los engranajes de una democracia republicana con separación de poderes.
Lo que estos gobernantes pierden de vista es que el poder es casi siempre algo parcial.
Buena parte del malestar que genera la política se debe precisamente a la impresión que ofrece de ser una actividad poco inteligente, de corto alcance, plagada de políticos que piensan solo en su reelección, en la oportunidad, un mercado que vende siempre los mismos productos y no renueva sus escaparates, rígida y sin capacidad de adaptación. Una sociedad como la actual, y sobre todo en nuestro continente, específicamente en América Latina, donde la población se enfrenta además a demandas insatisfechas pero históricamente prometidas, la política debe renovarse, es cierto, pero esta renovación no puede darse por fuera de las instituciones que moldean al régimen. Esta renovación es de vital importancia. De los quince presidentes elegidos en Bolivia, Ecuador, Perú y Venezuela entre 1990 y 2012, cinco era populistas: Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Evo Morales, Lucio Gutiérrez y Rafael Correa, y los cinco acabaron debilitando las instituciones democráticas.
Entonces, ¿está en peligro la democracia en América? Sin dudas atraviesa una profunda crisis, aunque no de manera uniforme ni irreversible. La amenaza no viene ya de golpes militares, sino de líderes electos que vacían de contenido las instituciones mientras mantienen su apariencia. En un continente atravesado por desigualdad, violencia y demandas insatisfechas, la democracia sobrevive en condiciones precarias. Su defensa exige fortalecer instituciones, pero también recuperar el compromiso ciudadano con tolerancia, diálogo y convivencia.
Solo así la democracia dejará de ser percibida como un sistema ineficaz y podrá consolidarse como la única alternativa legítima para nuestras sociedades.
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Tadeo García es Licenciado en Estudios Internacionales por la Universidad Torcuato Di Tella y Diplomado en Seguridad Nacional por la Universidad de Buenos Aires. Es profesor de la materia Conflictos y Seguridad Internacional en UTDT, forma parte de la comunidad Global Shapers y trabaja en proyectos relacionados con seguridad internacional, participación juvenil y desarrollo de políticas públicas innovadoras.
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